Creí que era una aventura, era la vida. Joseph Conrad
Juan Manuel Sanguinetti.
María Cristina Briceño era sin lugar a dudas la muchacha más hermosa de la sociedad barinesa de los años 30, sus cabellos semejaban una cascada de oro, su piel blanca y con pecas no la afeaban, sino que le daban a su rostro un aire de mayor distinción que destacaban unos imponentes ojos azules. Todas las tardes su pasatiempo favorito era sentarse en los poyos de las ventanas de su casa a llamar la atención, hasta allí se hacían presentes los pocos patiquines de la ciudad, que con requiebros de galanes pretendían conquistarla.
Pero ninguno sobresalía en talla y prestancia varonil, todos estaban cortados con el mismo molde, flacos y debiluchos, con un bozo que apenas comenzaba a despuntar, en cuanto qué le podían ofrecer si se trataba de ir más allá de un simple devaneo, pues no mucho, porque pertenecían para decirlo con un eufemismo, a una nobleza venida a menos, o en todo caso como prefieren llamarlos otros “godos arruinados”, descendientes de antiguos ricos pobladores de una olvidada época de gloria.
Pero en la pequeña ciudad que no superaba los dos mil pobladores, donde una endogamia perversa tendía a esa sociedad a la decrepitud, de repente alguien trajo una novedad, se trataba de José Alberto González, un oriental que vió en la pobreza y aislamiento de la región un lugar donde invertir y ganar. En la misma Calle Real y muy cerca de los Briceño montó un negocio que estaba llamado a la prosperidad. Producto de la sagaz visión del joven comerciante, los barineses comenzaron a conocer adelantos completamente desconocidos para sus “vegueros” ojos”. Colchones, pocetas y lavamanos, mangueras, tornillos y clavos, alfombras, juguetes, entre otros, muchos artículos que José González distribuía con su camión sueco LV8. Estas mercancías llegaban no sólo eran para la ciudad, sino también para los pueblos y caseríos aledaños.
Este comercio lo enriqueció tal y como el supuso, ya que como lo comentaba en privado a sus amigos – Un comerciante que no tenga olfato para invertir es mejor que haga otra cosa- Desde su llegada a la ciudad José había estado muy ocupado en los delicados asuntos de consolidar sus intereses comerciales y financieros. Sin embargo, en una ocasión al mirar para una de las ventanas de los Briceño, y al apartarse un admirador que obstaculizaba su visión, pudo al pasar en el camión, vislumbrar la hermosa cara de María Cristina. Desde esa tarde dejó de pensar tanto en Barinas como simplemente la meca de su ambición. Quería tener la oportunidad que tenían aquellos muchachos, de también él poder susurrar gentilmente palabras de enamoramiento a aquella beldad.
Al principio se limitó a pasar tratando de entablar amistad, Pero la respuesta fue una fría indiferencia, no lograba hacer sentir su presencia, con los ojos de María Cristina no se podía conseguir, José González era alto y fuerte, de piel muy morena, color que no le favorecía en aquella sociedad de prejuicios, Pero tenía una dentadura perfecta, que destacaba una sonrisa amable de mucho carisma, además tenía un aliado descomunal, “billete como arroz”. Valido de sus muchas influencias logró ser invitado en una fiesta donde estaba lo más selecto de aquella sociedad.
María Cristina no podía faltar, Todas las muchachas se desvivieron por bailar con el próspero comerciante, lo que significó un reto para María Cristina, que se dijo - ¿Qué se creen? , ¡Yo soy la mejor!- A partir de allí comenzó la solida relación sentimental de ambos jóvenes que los llevaría prontamente al altar.
Al efectuarse el matrimonio el padre de María Cristina no permitió que su hija se fuera de la casa y por tanto allí consolidaron el hogar, José González se encargó de hacer reparar el arruinado caserón, también lo quiso amoblar adecuadamente, un juego de comedor y ceibo Luís XV fue el pomposo comienzo de esa intención, al poco tiempo el complacido marido le compraría un carro a su joven esposa.
Era nada más y nada menos el primer automóvil que se pasearía por las empedradas calles de la ciudad. Al fin el anunciado regalo llegó, Niños, viejos, noveleros en general, hasta los famélicos perros callejeros corrieron detrás de María Cristina, que conducía en el esplendor de su vida un lujoso vehículo último modelo. El descapotable al echarse para atrás había redundado en que los barineses lo señalaran diciendo –“allá va el Cola de Pato”
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